LAS ALAS DEL HADA AMAR.


Según una antigua leyenda, escrita en el libro del bosque, dice que detrás de las colinas donde la luna sale y el sol se esconde, existía un bosque de nenúfares con los colores del arco iris donde habitan las hadas, donde el tiempo no existe y las estaciones no pasan.

De ese bosque es el hada que yo conocí.

AMAR es su nombre.

Su aspecto era como rayito de luna, ojos violeta, labios de color de fresa; a la luz de la luna parecía de porcelana, sus movimientos inquietos, su voz dulce como la miel, tan frágil que la luz no podía darle.

Ella pertenecía a la noche, del linaje de las hadas de los sueños, poseedora de la llave que guardan los sueños y las ilusiones de los que creen en ellas, de carácter orgulloso. Os preguntaréis como la conocí.

AMAR era curioso, quería comprobar que había detrás de las colinas donde la luna duerme y el sol asoma su cara.

Una noche, dejó su trabajo de guardar sueños y salió a curiosear lo que existía fuera de la casa del arco iris, donde siempre era primavera.

Voló sin pensar que detrás de su bosque las estaciones pasaban y era invierno.

Voló durante días, sin tregua, con lluvia, con frío y nieve, y al llegar al extremo del bosque cansada, abatida, llorosa se dio cuenta que sus alas se habían resquebrajado y que sin ellas no podría volver a casa.

AMAR sabía que sin sus alas su existencia sería corta y en ese bosque no conocía a nadie que la ayudase.

Pasaron varios días y rendida, con hambre y frío se quedó dormida entre las raíces de un árbol.

En ese bosque vivían tres duendes que eran los encargados de cuidar a la Abuela. Los duendes salían una vez a la semana para hacerle cantos a la Abuela, pues de ella vivía su pueblo.


Cuando los duendes encontraron a AMAR creían que estaba muerta y no sabían qué hacer, era tan pequeña y delicada que no se atrevían a tocarla. Esperaron varios días hasta que AMAR despertó.

Los duendes llamados Vet (veloz), Tor (trueno) y Ag (anciano) al verla cuando despertó llorando solo querían consolarla y que le explicaran que le había traído a su bosque.

AMAR, casi sin voz, les explicó lo ocurrido y que no podía volver porque sus alas se le habían roto. Ellos se miraron y sin decir nada empezaron a hacer una hoguera. Hablaban entre sí con un lenguaje que nadie conocía, sólo ellos.

Empezaron a invocar a la Abuela pues ella era la única que la podía ayudar a encontrar sus nuevas alas.

Sentados en círculo la llamaron a su lado. Amar ven, ven pequeñita…

Ella, con miedo a lo que pudiera ocurrir, se fue acercando poco a poco. Los duendes comenzaron sus cantos. De pronto el bosque empezó a susurrar, a tomar vida; las aguas del río corrían más aprisa, los pájaros revoloteaban alrededor de la hoguera, las ramas de los árboles abrazaban la noche. Los duendes sabían que la Dama de la noche se estaba acercando a ellos. Los duendes le decían a Amar:

"Escucha, escucha, ya va llegando, ella nos ayudará a conseguir lo que necesitamos para tejer tus alas"

La Dama del bosque, la llamada Abuela, susurraba a los duendes con su lenguaje. Amar, asombrada, miraba callada, no entendía nada de lo que ocurría, el lenguaje de la Abuela era por sonidos, chispas de fuego y otros elementos.

Nuevamente, todo quedó en silencio, los duendes miraron a Amar y sonrieron, se inclinaron hacia donde ella estaba sentaba y le dijeron:

"Pizquita, no te preocupes, todo se arreglará, confía en la Abuela".

Empezó a amanecer y Amar se tenía que esconder del sol, no podía darle en su piel tan delicada como pétalos de rosas y eligió como casa una seta cercana a uno de los arroyos.

Los duendes la dejaron comida para que no tuviera que salir, era tan pequeña y el bosque tan peligroso... Una vez hecho esto, los duendes empezaron a buscar ayuda para tejer las alas de Amar porque no podían ser tejidas por cualquier hilo de seda; así que empezaron su búsqueda.

Hablaron con todos los insectos de todas las especies, pero ninguno era capaz de segregar un hilo tan fuerte como para sustentar el vuelo de Amar hasta su bosque, así que estaban desesperados ya que prometieron a Amar que todo se arreglaría.

Al llegar la noche los duendes fueron a visitar a su amiga, iban tristes porque la búsqueda fue fallida, encontraron tejedores, pero no el hilo.

Ella salió sonriente y preguntó a sus amigos como había ido la búsqueda. Ellos se miraron entre sí y ninguno fue capaz de decirle la verdad. Aún no sabían quién les daría el hilo para sus alas, un hilo que debía ser de plata, fuerte y resistente. Todos sentados alrededor de Amar intentaban animarla, pero Amar lloraba, quería regresar a su casa.

Al momento se escucho un bostezo y una carcajada, la luna les miraba y les dijo:

Vet, Tor, Ag, ¿qué os pasa? ¿Por qué llora vuestra amiga?

Ellos le explicaron el motivo de las lágrimas de Amar. La luna, picarona, sonrió y dijo:

"Mirad mi cara, es de filo de plata, yo os daré el hilo que os hace falta. Pero tenéis que buscar a la mejor araña del bosque para que por la noche vaya hilando y tejiendo las alas. Recordad también duendecillos, que las alas de las hadas necesitan de un polvo mágico que sólo el bosque de nenúfares lo guarda. Sin ese polvo Amar jamás podrá volar y regresar a su casa.


Durante el día, los duendes hicieron una nueva reunión para ver cuál de los tres saldría a buscar el bosque de nenúfares de donde Amar provenía. Decidieron que deberían de ir Vet y Tor ya que eran los más jóvenes y Arg se quedaría para cuidar a Amar y a la Abuela.

Cuando al anochecer Amar salió de su casa, los duendes la recogieron en la palma de su mano, la sentaron en el capullo de una rosa y explicaron el plan que tenían. Deberían de ausentarse durante un tiempo, como mucho dos estaciones, para buscar tan preciado polvo. Preguntaron a Amar para que les indicara, de un modo aproximado, dónde se encontraba el bosque de nenúfares. Ella les indicó que se guiaran por los rayos del sol y las sombras de la luna; así encontrarían un lago que era transparente como un espejo, que cruzaran ese lago y allí encontrarían su bosque, un bosque habitado por las criaturas más preciosas y donde se funden los colores.

Los duendes la escuchaban asombrados, era la descripción de un hermoso paraíso. Prepararon sus cosas y se despidieron de Amar, no podían perder tiempo y empezaron a caminar a través del bosque.

Amar cada día era visitada por Ag, el más anciano de los duendes. De él escuchaba las historias sobre su pueblo y la Abuela, cómo tuvieron que acudir en su ayuda pues su pueblo se extinguía debido al egoísmo de los humanos y de otros habitantes que eran incapaces de apreciar el valor de cada cosa minúscula de la madre naturaleza.

Ella, cada noche, le pedía a su amigo que la llevara hasta el filo del camino para dejar una lamparita de aceite para que sus amigos no se extraviaran a su llegada. Así transcurrió semana tras semana y no había señal de los que habían marchado. Amar se entristecía por días, se apagaba su mirada, apenas sí probaba bocado y la tristeza iba apoderándose de su sonrisa.

Los duendes que salieron en busca del polvo mágico se encontraban perdidos, abatidos, decidieron después de casi dos meses y no encontrar nada, volver. Pensaban que el bosque de nenúfares no existía; decidieron pasar la noche en el bosque de las encinas y emprender a la mañana siguiente la vuelta a casa.

Mientras dormían, la Abuela en sus sueños les habló:

¡Muchachos! ¡muchachos! Vuestra amiga os necesita, no la falléis. Al despertar, coged una rama, tiradla tan alto como podáis, al caer al suelo su afilada punta os indicará la dirección hacia donde tendréis que encaminaros para proseguir vuestra búsqueda.

Al despertar hicieron lo que la Abuela les había dicho en sus sueños: arrojaron la rama y emprendieron el camino. Anduvieron y anduvieron, durante tres días y tres noches, llegaron al filo de un lago helado que parecía de reflejos de plata y una cascada que parecía hecha de cristal. No encontraban el modo de cruzar a la otra orilla.

Se sentaron el la ribera y esperaron que les cubriera la noche. De pronto, escucharon risas y el sonido de los cascos de lo que ellos creyeron que eran caballos. Asustados se escondieron detrás de unos arbustos y cuál fue su sorpresa al comprobar que no eran caballos, sino unos seres mitológicos, unos unicornios y que las risas pertenecían a las ninfas del lago que correteaban jugueteando con sus amigos los unicornios.



Los duendes no sabían qué hacer o qué decir, temían el comportamiento de las ninfas si se daban cuenta de su presencia. Ellas sabían que había extraños en su lago ya que los unicornios estaban más alterados que lo normal, ellas empezaron a rebuscar por entre los arbustos. Cuando encontraron a los duendes, se taparon sus boquitas porque se sorprendieron ya que nadie jamás había encontrado el camino de la cascada de espejos de plata.

¡Eh! ¡Eh! (dijeron las ninfas a los duendes), ¿Quién os ha traído aquí? Jamás nadie pudo llegar hasta aquí. ¿Qué buscáis? ¿Qué queréis?

Ellos, asustados por el tono enojado de las voces de las ninfas y viendo su asombro, trataron de explicarles lo que buscaban y lo que le había sucedido a su amiga Amar y que siguiendo las indicaciones que en sueños les había indicado la Abuela, habían hallado el camino.

Las ninfas se miraron y sonrieron, se montaron en los unicornios y dirigiéndose a los duendes les dijeron:

¿No sabéis que esta cascada es la entrada al país del sueño de donde salió tu amiga? Nosotras somos las guardianas y nos corresponde abrir la puerta.

Rompieron a reír de nuevo y desaparecieron. Los duendes no sabían qué hacer. Quedaron tristes porque no sabían como volver a encontrar a las ninfas y pedirles que por favor, les permitieran entrar o que su amiga moriría. Que sólo les quedaban dos lunas para poder volver a tiempo.

Mientras, en otra parte del bosque, Amar se debilitaba, sus ojos perdían su brillo, su pelo color de la noche iba mudándose y adquirían un color plomizo, sin brillo sus labios. Aún así, cada noche, pedía al anciano duende que la llevara al borde del camino para llevar la lámpara que iluminaba la entrada del bosque, ella suspiraba por la llegada de sus amigos, sabía que el tiempo se acababa.

Cada noche los insectos se juntaban para ir hilando, poco a poco, el hilo de plata que la luna cada noche les entregaba. Ellos lo guardaban con esmero esperando la llegada de los que habían marchado en busca del polvo mágico para impregnar las alas tejidas.

Los duendes se sentaron frente a la cascada de espejo, esperaban el día por si las ninfas volvían a aparecer de nuevo. Se fue haciendo el día y todo tomaba otra vez vida. Los pájaros cantaban, la brisa movía los árboles y la Abuela susurraba los aromas de los frutos que llegaban hasta ellos. Todo parecía tan tranquilo, tan diferente al bosque de donde ellos provenían que parecía no pertenecer a la misma tierra, tan cercano y tan lejano que no comprendían cómo un lugar así nadie lo había encontrado nunca.

Pasaba la mañana y no había ni rastro de las ninfas. Hablaban entre ellos y decidieron recoger sus cosas e intentar por última vez cruzar la cascada de plata y el río de hielo para entrar al bosque del Arco Iris y conseguir lo que necesitaban para ayudar a Amar.

Emprendieron la marcha y cuanto más andaban y andaban, más lejana veían a la cascada de plata. Era como si se convirtiera en un espejismo inalcanzable, como si sus pasos no los llevaran hacia delante.

De pronto, todo a su alrededor se quedó mudo, ya nada parecía tener vida, un bosque de colores, olores y sensaciones se quedó en silencio. El sonido de los cascos de los unicornios y de las risas de las ninfas se acercó de nuevo a ellos. Solo se escuchaban sus risas picaronas en tan espectacular silencio.¡Eh! ¡Eh! ¿Dónde vais? ¿Acaso creéis que podréis cruzar? (de nuevo rieron) Creo que ya os explicamos que la puerta para poder entrar la abrimos sólo nosotras. ¿Tanto queréis a vuestra amiga como para arriesgar vuestras vidas?

Ellos solo agacharon la cabeza y suplicaron:

¡Por favor! ¡Por favor! Es tan pequeña e indefensa… le queda poco tiempo ya. Nuestra vida vale poco si no podemos ayudarla a regresar.

Las Ninfas dejaron de reír, se miraron sorprendidas por la lealtad de los duendes, desmontaron de los unicornios y acercándose a ellos les dijeron:

¿Sabéis que las hadas que viven detrás de la cascada son prepotentes y orgullosas? ¿Sabéis que ellas no valoran lo que la Abuela nos da?

Ellos respondieron que lo único que sabían era que Amar les necesitaba, que su ayuda era imprescindible. Ella, ya había aprendido la lección. Todos necesitamos lo que la Abuela naturaleza nos da, igual que vosotras necesitáis de ella para ser las guardianas de esta cascada de plata y de todos los seres que habitan aquí. No podéis utilizar las cosas a vuestro capricho.

Ellas sabían que lo que estaban diciendo era verdad. Los duendes también dijeron que ya su amiga se había dado cuenta de que necesitaba a los demás y que el orgullo y prepotencia sólo valía para guardar sueños. Que necesitaban todo lo que la Abuela da para seguir viviendo y que también había comprendido que todo ser viviente de la naturaleza tiene su importancia.

Las ninfas se miraron y sonrieron pues sabían que los duendes no se equivocaban ni mentían. Tranquilas y sedosas, como una brisa, se fueron acercando a ellos y en susurros les insistieron para que las siguieran por el sendero donde todos los colores se unen, donde se mezcla el sueño con la realidad. Así, sin darse apenas cuenta, llegaron al pie donde la cascada empieza. Las ninfas empezaron sus invocaciones hacia la Abuela para que bajara la llave y así, ellas dejarían pasar a los duendes a la otra parte de la cascada de donde provenía Amar.

La llave consistía en derretir la cascada con cantos a la naturaleza. La escarcha que cubría la entrada se fue convirtiendo en gotas de rocío y, detrás de esa escarcha fría y helada, un destello de luz y color empezó a aparecer. Los duendes asombrados por tan grandiosa belleza no pudieron articular palabra. Era todo tan hermoso, puro y limpio que no se atrevían a entrar. Las ninfas sonrieron y con un empujoncito animaron a los duendes. Ellas les dijeron:

"Tenéis hasta la puesta del sol para regresar, luego se cerrará la puerta y quedaréis atrapados en un letargo y no podréis jamás ayudar a vuestra amiga" Nosotras podemos abrir la puerta desde aquí para que entréis, pero no para que salgáis. Recordad, sólo hasta la puesta del sol. Daos prisa, el polvo de hada sólo nace cuando el sol se esconde y la luna empieza a asomar su cara, buscad entre las flores de algodón que la Abuela mima y cuida. Suerte y daos prisa, aquí no pasa el tiempo, fuera sí.

Fueron adentrándose poco a poco. Todo era tan diferente, tan mágico, senderos de colores, el cielo transparente que parecía cristal, los ríos del color de la miel, a lo lejos entre los sauces se divisaban pequeñas casitas colgadas, de diferentes formas y colores. El pueblo amurallado por un gran campo de rosas blancas y campanillas.

Ellos enseguida se dieron cuenta que era el pueblo de Amar. En cada entrada de las casas había un cofre tallado en piedras preciosas y del color de la mora, donde cada hada acumulaba sus trabajos durante la noche. En el centro del pueblo había una gran casa, la más adornada, del color del sol y los destellos de las estrellas. Se abrieron sus puertas y todo parecía desierto. Ellos, con sus dedos, empujaron la puerta y asomaron su rostro hacia el interior. Ellos no podían acceder al interior puesto que estaba construida del tamaño de las hadas. Gritaron y llamaron una y otra vez preguntando si había alguien, alguien que pudiera atenderlos.

Se asomó una minúscula personita, radiante, como las flores del bosque, los miró y dijo:

Están todos reunidos. ¿Quiénes sois? ¿Quién os dejo entrar? ¿Qué buscáis?

Los duendes pidieron hablar con la más anciana de las hadas del consejo y la minúscula hada les dijo:

-"Tenéis que esperar. Una de las guardianas del sueño desapareció y están planeando como buscarla."

Ellos le indicaron que fuera a buscar al consejo que ellos sabían donde se encontraba. Que estaban allí por esa razón. Ella estaba en peligro. La minúscula hada salió corriendo, gritando:

¡Amar! ¡Amar está viva! Mandó a unos amigos a decirlo ¡Corred! ¡Corred! os esperan fuera dos duendes.

Las hadas se levantaron y siguieron a la pequeña hasta donde se encontraban los cansados duendes. Al verlos preguntaban, cuchicheaban entre ellas, se preguntaban quién les dejo entrar, si habían sido las ninfas o la Abuela. Los duendes comentaron que las ninfas, las guardianas de la cascada, fueron quien les dejaron pasar.

Enseguida preguntaron como estaba Amar, ellos dijeron que se encontraba en su pueblo, al cuidado del duende más anciano, mientras ellos intentaban llegar aquí.

Las hadas siguieron preguntando como no les había acompañado ella. Las informaron de que Amar estaba muy débil, que se estaba apagando, perdiendo sus energías. Las hadas escondieron su rostro y exclamaron:

¡Oh Dios mío! Ha perdido sus alas. ¿Cómo es posible? Duendes, sabéis que nosotras no podemos devolverle sus alas. Está perdida, las alas solo nacen cada 1.000 años. ¡Dios mío! Pobre Amar.

Los duendes tranquilizaron a las hadas, les contaron como la Abuela había hecho un trato con la luna y los insectos de su bosque; la luna aportaría su hilo de plata y los insectos tejerían tan preciadas alas; pero la luna les recordó que para volar tenían que ser impregnadas por el polvo mágico que sólo se cultivaba en donde el Arco Iris nace y los campos son blancos cuando no hay nieve. Eso era lo que ellos buscaban, el sitio donde cultivaban ese polvo.

Las hadas entristecieron y les dijeron con voz apagada, que el polvo que buscaban no lo cultivaban ellas. Era la Abuela la encargada de cuidar y mimar el campo blanco. Ella les daba cada primavera la porción necesaria. Reconocieron que aunque a veces no se portaban bien con Ella, era paciente y generosa con sus hijas como ella las llamaba.

Los duendes, enseguida, les preguntaron dónde se encontraba ese campo de blancas flores; estaban dispuestos a ir a buscarlo y hablar con Ella. Las hadas se ofrecieron para acompañarles, pero les informaron que tenían prohibido pisar sus tierras.

Emprendieron el camino, a través de un sendero de colores destellantes, las hadas revoloteaban delante de los duendes señalándoles el camino. Al llegar a los nenúfares gigantes se pararon y les dijeron:

"Amigos, detrás de esos nenúfares está la encargada de cuidar el campo blanco, la Abuela vive allí.

Ellos se adentraron detrás de los nenúfares y sauces gigantes, y encontraron leyendo a una anciana, pero su sorpresa fue mayúscula al comprobar que la llamada Abuela era una dulce muchacha de pelo rubio como el sol, ojos de destellos blancos como estrellas, rostro transparente como el cielo, y voz dulce como los frutos de ese bosque.

Asombrados no pudieron articular palabra. La muchacha, la llamada Abuela lucía el aspecto de la estación de la primavera donde todo es luz, color, todo nace a la vida. La muchacha al escuchar pasos se volvió hacia ellos y sonriendo les dijo:

"Hola pequeños, os esperaba. Habéis tardado más de lo que yo pensaba.

Ellos le contaron que, en principio, no encontraban el camino, que luego las ninfas desconfiaban de ellos. La Abuela les sonrió y les dijo que ya lo sabía. Ella había sido quien las había pedido que pusieran a prueba su lealtad y amistad, para ver si era tan fuerte y sincera como para no importarles perder la vida por un hada que era tan egoísta y prepotente.

Ellos agacharon la cabeza y le contestaron:

"Señora, la amistad se da a los que te necesitan, sin mirar como en realidad son. Además Amar ya se dio cuenta de que nos necesita a todos.

La Abuela se sentó en sus columpios hechos de campanillas. Se columpiaba con una sonrisa que jamás borraba de su rostro. Mientras así lo hacía, habló de nuevo con ellos:

-"Mirad este campo que parece de nieve y no esta frío, que parece de hielo y es calentito como las brasas de fuego.

Ellos miraron y era cierto, tan blanco como la nieve y tan acogedor como el algodón. La Abuela les dijo:

"Habéis tenido suerte. Tengo puesto el vestido de la primavera para empezar a recoger el fruto que este campo da. Me acompañareis.

Empezaron a caminar por el campo blanco y cual fue su sorpresa al comprobar que de cada flor de algodón colgaban unas pequeñas bolsitas que parecían polen dorado. Enseguida comprendieron que eso era lo que estaban buscando para las alas de su amiga.

Con esmero la Abuela iba recogiendo cada bolsita y la depositaba en un cofre de madera muy antiguo, tallado a mano, con las cuatro estaciones; tenía trocitos de nácar incrustados, trocitos de estrellas brillantes de colores. En él guardaba tan valioso polvo de hada.

Ayudaron a la Abuela en la recogida; pero no podían dejar de pensar en su amiga y en que el sol se pondría pronto y la entrada se cerraría. La Abuela observó su preocupación y les preguntó:

¿Estáis cansados de la recogida?

Contestaron que no, y al volver la Abuela a preguntarles qué era lo que les sucedía, Vet, que era el menos tímido contestó:

-"Estamos inquietos porque el tiempo para la vuelta se pasa"

¿Pero, no es esto lo que buscáis?" preguntó la Abuela

"Sí, sí - contestaron ellos; pero la ninfa nos dijo que la puerta se cerraría al atardecer y nos quedaríamos aquí atrapados en un letargo.

La Abuela sonreía porque ella sabía muy bien lo que sucedería. Los volvió a mirar con suavidad, como una madre consolando a sus hijos y extendió las manos hasta tocar a los duendes.

"Venid y comed algo antes de empezar la vuelta que será dura. Sentaos que yo os prepararé el saquito que necesitáis.

Los duendes se sentaron y aceptaron los frutos que la Abuela les ofrecía, mientras ella llenaba el saquito del polen que acababan de recoger. Una vez concluido el trabajo se acercó a ellos y les ofreció uno de los saquitos.

Tomad, tomad y tened cuidado de no perderlo, ya sabéis lo preciado que es y que sólo nace una vez cada mil años y vuestra amiga lo espera para poder regresar y poder seguir viviendo.

Ellos cogieron el saquito, lo introdujeron en su mochila y dieron las gracias a la Abuela:

Abuela, nunca te faltarán nuestros cantos, ¡te necesitamos tanto!, tú eres la madre de nuestro pueblo.

Ella sonrió y con tan solo un movimiento de cabeza se despidió de ellos y volvió junto a su columpio de campanillas. Cuando los duendes empezaron a caminar y estaban a punto de llegar a los nenúfares gigantes, donde les aguardaban las otras hadas amigas de Amar, se empezó a levantar un viento enorme. Casi no podían andar, las hojas de los árboles se volvían oscuras, las ramas les golpeaban hasta caer al suelo. Ellos sólo aguantaban su mochila para no perderla. Ya en el suelo, sin fuerzas, creyendo todo perdido, viendo que el tiempo se agotaba, resignados cerraron los ojos.

De pronto... una luz de mil colores empezó a dar vueltas por encima de ellos, los levantó del suelo y los elevó hasta las nubes. Allí los duendes ya perdieron la noción y quedaron en un letargo. Al despertar y abrir sus ojos miraron a su alrededor, y ya no estaban en el bosque de los nenúfares y Arco Iris, ni veían el rastro de la Abuela.

Miraron en su mochila y se tranquilizaron al comprobar que su saquito seguía allí. Con la emoción, no se daban cuenta de que las ninfas los observaban, hasta que una de ellas rió y rió.

"Hola pequeños. Habéis vuelto; eso quiere decir que habéis encontrado lo que buscabais. Vuestra amiga ha tenido suerte.

Se levantaron del suelo y sacudieron sus vestiduras, mientras las ninfas reían, pero esta vez de alegría. No todos habían podido regresar de ese viaje. Ellas le dijeron que tenían poco tiempo, la luna estaba ya a punto de salir. Les ofrecieron sus unicornios para que montaran y los llevaran hasta donde quisieran.

Sin perder tiempo, los duendes dieron las gracias a las ninfas y montaron sobre los unicornios blancos. Las ninfas hablaron al oído a los unicornios y les dijeron a los duendes que les indicaran el camino. Los duendes les indicaron que fueran hacía el filo del bosque de rollos de plata, allí esta nuestro bosque y nuestro pueblo. Los unicornios empezaron a galopar más rápido que el viento, cruzaron lagos, montes, valles...

Esa noche, como tantas, Amar, había pedido al duende que la llevara al filo del camino para dejar su lámpara encendida. Ya casi ni podía andar, la llevaba el duende en sus brazos. El viejo duende lloraba, veía que su pequeña amiga se apagaba, y aún así no dejó de confiar en los que salieron en busca de lo que ella necesitaba, su polvo para las alas.

Mientras los duendes buscaban ese polvo preciado para Amar, los insectos del bosque habían acabado de tejer las alas. Las conservaban entre hojas mojadas de gotas de rocío para mantenerlas suaves hasta que trajeran el polvo. Amar, esa noche, ya ni abría los ojos, su piel como la porcelana fría y sin brillo. Ella sólo quería que sus amigos volvieran sanos y a salvo.

Cuando depositaban la lámpara, fueron a emprender el camino de regreso a casa. En la lejanía, escucharon cascos de caballo, todo se alteró. El viejo duende no sabía qué pasaba y se escondieron detrás de unos matorrales por miedo a que le sucediera algo a su amiga.

Cuál fue su sorpresa al comprobar que eran sus amigos montados sobre unicornios blancos como la nieve y sus cuernos brillaban como oro pulido. El viejo duende gritó:

¡Vet, Tor! Estamos aquí.

Los duendes desmontaron y corrieron al lado de su anciano amigo. Llorosos se abrazaron; pero esa alegría duro sólo unos segundos. De nuevo la desilusión volvió a sus rostros al ver el estado de su pequeña amiga. Ellos la llamaron:

¡Amar, Amar! Pequeña, mira… hemos vuelto. Traemos lo que necesitas, sentimos haber tardado tanto.

El duende mayor les explicó como cada noche ella insistía en dejar la lámpara para iluminar el camino, para que ellos supieran que siempre esperaría. De camino a su casa contaron al anciano duende todo lo que había ocurrido, todo lo que habían tenido que pasar para encontrar el bosque. El viejo duende los escuchaba con atención mientras se disponía a poner a su amiga en su cama, pues ya ni abría los ojos ni tenía fuerza para caminar.

Vet y Tor enseñaron la bolsita conseguida al anciano duende. Este les dijo que las alas estaban ya listas y guardadas a buen recaudo; pero creo que es demasiado tarde. Amar creo que ya no despertará más de ese letargo. Se entristecieron, sentándose delante de la hoguera que el viejo duende siempre mantenía encendida. Ninguno hablaba, el silencio era tremendo. De pronto se escuchó el bostezo de la luna que desde el filo del cielo les contemplaba.

Ellos miraron hacia arriba. La luna con cara de pilla les sonreía.

Muchachos, muchachos, ¿cómo esa cara después de todo lo que habéis pasado? ¿Os vais a rendir ahora? Creo que sería injusto para vuestra amiga.

Ellos la hicieron ver que habían llegado tarde, que la habían fallado. La luna, volvió a sonreír y les dijo que había una persona que si la llamaban seguro que acudiría en su ayuda.

Es vuestra madre, Vuestra protectora. Ella jamás os defraudará. La habéis llamado la Abuela, ella siempre nos escucha.

Los duendes se miraron y dijeron:

No luna

Empezad vuestros cánticos para que venga a ayudar a vuestra amiga. La queda muy poco.

Los duendes hicieron caso a la luna, se cogieron de las manos y empezaron a invocar a la Abuela. Fue raro, estuvieron así toda la noche y ni rastro de ella. Jamás les había pasado eso. Ya casi al amanecer, cuando la luna se marchaba a dormir y el sol empezaba a abrir sus ojos, se escucharon a lo lejos trompetas y arpas. Todo el bosque se alteró de forma brusca, como ellos no habían visto nunca: pájaros cantando, árboles que abrazaban con sus ramas el cielo, ríos que corrían tan deprisa que su sonido parecían risas, flores que sólo eran de la noche se abrían.

Era todo diferente, extraño. Ellos mismos se preguntaban qué era lo que estaba sucediendo, a qué venían esas trompetas, esos ruidos de cascos de caballos. Estaban muy asustados, la hoguera se había apagado por la brisa que se había levantado, y aún con el alba por despuntar se quedaron casi a oscuras. Sólo los pequeños rayos de sol que empezaban a despertar iluminaron sus caras.

De repente apareció una dulce muchacha, que al andar, las flores se inclinaban hacia ella como haciendo una reverencia, y como guardianas, unas ninfas montando sus unicornios y tocando trompetas y arpas a la llegada de la primavera, pues así eran las vestiduras de la madre.

Ella se acercaba a ellos con su traje de flores, su pelo cual rollos de sol, adornados con diademas de reflejos de arco iris. Asombrados se levantaron y se inclinaron al verla llegar, pues jamás mostró tan bello rostro y jamás se dejo ver por los duendes. Sonrió a los duendes y les dijo:

"Miradme. Soy la misma muchacha del columpio de campanillas, la sembradora y labradora del campo blanco. Miradme, levantaos por favor.

Obedecieron y al mirarla pensaron que era tan bella, tan dulce su rostro, tan suave su mirada que parecía que el tiempo se detenía cuando ella los miraba.

Les preguntó por su amiga, que si ya se había marchado. Los duendes muy tristes le dijeron que no, que dormía, estaba en un letargo. Que pensaban que habían llegado tarde. Le invitaron que la viera. Estaba en la pajita de ese nido. La Abuela se inclinó y con dulzura la tocó con un solo dedo. Luego miró a los duendes y les dijo:

¿Dónde están sus alas?

Los duendes le contestaron que guardadas entre hojas mojadas de rocío, para mantenerlas hasta la llegada del polvo que habían ido a buscar. La madre les pidió que se las trajeran, que las quería ver. Los duendes jóvenes fueron sin rechistar al sitio donde estaban guardadas y custodiadas por la araña tejedora junto a un arrollo, tapadas con las hojas.

Las llevaron a la presencia de la Abuela. Aquí las tenéis madre. Ella llamó a las ninfas que desmontaron de sus unicornios y se acercaron junto a la Madre. Hablaban entre sí, nadie sabía de qué hablaban. La Madre levantó las manos al cielo y empezó a hablar cosas en su idioma. Fue todo tan raro que ese día el sol no salió del todo, ni la luna ni las estrellas se fueron a dormir. Era como un día-noche o una noche-día. La Madre hablaba y cantaba mirando al cielo y todo quedó en silencio, el arco Iris empezó a salir y sus colores sólo se reflejaban en el nido donde dormía Amar.

Estuvieron durante mucho tiempo así, las ninfas no cesaban de tocar sus arpas y sus trompetas. De momento Amar abrió sus ojos y la Abuela quedó callada y pidió a las ninfas que cesaran en su música, pues Amar había despertado de su letargo. La pequeña Hada estaba asombrada. ¿A qué venía esa fiesta? Todo era distinto. Preguntó a sus amigos quién era esa joven que cantaba y de rostro tan hermoso. Los duendes le dijeron que era la Abuela que había venido para ayudarla.

La muchacha de aspecto joven la cogió en su palma de la mano y la miró dulcemente. Luego la Abuela volvió a pedir a las ninfas que siguieran tocando y a los duendes que le acercaran las alas. Ellos hicieron caso, las ninfas prosiguieron con sus sintonías mientras la Abuela cantaba y los duendes, en silencio, daban las alas a la Abuela.

La Abuela invocó a todos los elementos: viento, lluvia, trueno, nieve...

Todo se mezcló en el cielo construyendo una gran bola de luz.

Las ninfas abrieron las alas de Amar mientras la Abuela esparcía el Polvo Mágico.

Tomándolas en su mano, la Abuela se las colocó a Amar, y ésta comenzó a dar vueltas sobre sí misma al son de la música que entonaban las ninfas.

Su cuerpo que parecía porcelana, y su pelo plomo, recobraban en segundos su aspecto natural. Ella reía y reía; no se lo podía creer. Había conseguido sus alas, podría regresar a su casa. Volaba y volaba por encima de las cabezas de sus amigos y besaba a la Abuela en el pelo. Estaba tan contenta que no se acordaba que tenía que marcharse.

La Abuela la interrumpió y la dijo:

Pequeña, tranquilízate, despídete de tus amigos que tenemos que emprender la marcha y el viaje es duro.

Las ninfas montaron en sus unicornios. La Abuela comenzó a caminar hasta donde se encontraban los duendes y les dijo:

Amigos míos, habéis hecho un buen trabajo. Siempre os ayudaré ya que habéis demostrado lealtad hacia mí y sobre todo, no habéis tenido en cuenta la prepotencia y orgullo de vuestra amiga para ayudarla. Amar tuvo suerte de encontraros.

Amar llorisqueaba, no quería despedirse de sus grandes amigos los duendes. Se acercaron a ella, que estaba sentada encima de una margarita y tapaba su rostro lloroso con sus manos.

Amar, preciosa, tranquilízate. Es la hora de la partida. Los tuyos te están esperando. Nosotros cruzamos valles, montañas, ríos... para que tú pudieras regresar a tu casa. Recuerda que cada noche dejaremos una luz en el filo del camino como era tu costumbre. Así, cuando tú descanses en el filo del Arco Iris, al mirar al exterior, recordarás que aquí estamos siempre tus amigos. Si alguna vez te hacemos falta pide ayuda a la Abuela, ella nos avisará. Ella es tu madre y poseedora de todo lo que nos hace falta. No lo olvides

El hada revoloteó por encima de sus amigos, desprendiendo unas gotas de polvo que eran como sus besos de agradecimiento.

Así, como en una noche llegó, en una ventisca, en una nube de algodones y rollos de arco iris desapareció.

Los duendes cumplieron su parte del trato y cada noche iluminan el camino y ven la figura de Amar sentada en el filo del Arco Iris.

Fin.

Carmen Bruzón (2003)